Escuchar es un don, un don que recibimos de Dios. Lamentablemente, este regalo no ha recibido el cuidado que merece, pues es poco utilizado en tiempos de tanto ruido externo e interno. Somos parte de una sociedad a la que ya no le gusta escuchar. Algunos incluso se esfuerzan por escuchar, pero no escuchan profundamente lo que escuchan, ni interiorizan lo que escuchan. Estamos en un tiempo de silenciar, pero no de escuchar, ya que esto implica sentir, romper con los ideales pragmáticos de los nuevos tiempos en los que tecnología y productividad van de la mano, además de ser un proceso que requiere el conocimiento de nosotros mismos.
Así, nos dirigimos hacia un momento en que es necesario aprender de lo vivido y construir lo nuevo a partir de las realidades que se establecieron en la pos pandemia. Estamos ante un mundo nuevo, con sus viejas preguntas. Aprendemos en estos tiempos de dificultades y pérdidas que es necesario reaprender a ser y estar en el mundo. Los hechos establecieron una nueva realidad en la que la familia, la iglesia, la escuela y toda la sociedad necesitaban reencontrarse para mantener su sentido y esencia.
En este nuevo camino, las realidades no se transformarán como por arte de magia, sino que requerirán tiempo, construyendo nuevas capacidades en términos de cooperación, empatía, afecto, vivencia de las enseñanzas de Cristo. Es un momento en el que será necesario comprender qué nos limita y qué nos impulsa en nuestra capacidad de aprender de lo vivido en el día a día. Nuestra resiliencia ha sido puesta a prueba a diario, y esto nos permite identificar si somos capaces o no de superar estos momentos difíciles y mantener nuestra esencia.
Entre las principales lecciones que aprendimos de todo este proceso, se pueden mencionar la cooperación y la desaceleración. La cooperación, en su sentido innato, nos recuerda la necesidad de ver al otro en sus dificultades y ayudarlo a superar sus límites. Es un proceso que nos llevará a un reencuentro con nuestra humanidad para presentarla a nuestra Divinidad, nuestra esencia filial que desciende del corazón de Dios. Sólo en este ejercicio seremos capaces de promover situaciones en las que incluiremos en lugar de ampliar las desigualdades existentes.
Sin embargo, todo este proceso no tiene por qué darse al azar o solo, sino que puede contar con la nación y el Estado, siendo la educación un campo muy promisorio en el compromiso de estos nuevos tiempos. Es importante no rehuir el ejercicio de promover y animar a todos los ciudadanos en la construcción de una nueva sociedad. Esto se basa no solo en nuestra fe, sino en nuestro actuar en la búsqueda de propósitos que nos permitan revitalizar nuestra nación. Y la educación se sitúa aquí como un campo fértil para tal búsqueda, siendo imprescindible el ejercicio concreto de la ciudadanía y la proposición de saberes que trascienden los muros escolares y se imprimen en la cotidianidad.
Entre los múltiples desafíos planteados, el reconocimiento de la escucha, la propuesta de que aprendamos de lo vivido para la construcción de lo nuevo, la educación como base para la transformación social son los que necesitan mayor visibilidad y búsqueda. La mirada atenta y empática a estos contextos permitirá a las personas, independientemente de su etnia, situación social, condición física y emocional, reestructurarse y encontrar caminos seguros para continuar aquí su viaje.
De esta forma, es fundamental fortalecer las redes de apoyo en todos los campos, desde la escucha de la vulnerabilidad social, para establecer un tiempo de dignidad y no solo de supervivencia. Para ello, es necesario involucrar en este proceso a todos los segmentos educativos, así como a las familias en general, buscando posibilidades de compromiso y construyendo caminos que permitan una vida segura y respetuosa de las diversidades. Ya no es posible pensar sólo en la escuela por escuela, sino que es necesario pensar en sus especificidades: escuela afrodescendiente, indígena, inclusiva y popular, como fortalecedora de capacidades y difusora de acciones a favor de la vida.
Es necesario y urgente superar los muros de la insensibilidad para garantizar el diálogo como base para el fortalecimiento de las buenas prácticas de convivencia social, así como el rediseño del respeto a las individualidades y la participación cristiana para que podamos ampliar la apertura a lo nuevo que Espere. El don de escuchar se desarrolla y mejora a medida que se pone en práctica. El individuo que sabe escuchar demuestra un gesto de cariño y amor hacia la persona que habla, como muestra de respeto y admiración.
Pero el acto de escuchar no es tan sencillo, ya que para saber escuchar es necesario ser humilde, porque escuchar es demostrar lo importante que es el otro, es detenerse frente al otro y escucharlo, sin juicio, acogiéndolo en un gesto fraterno. Cuando no escuchamos al otro, lo ponemos en la posición de rechazado, de insignificante. Así, nos encontramos inmersos en una crisis de escucha humana, y ésta, a su vez, se está reflejando en la escucha de Dios. Ante esto, cada vez cometemos más errores y nos volvemos más inseguros.
La escucha atenta establece en quien la practica un vínculo directo con la caridad de Cristo. Para que podamos poner en práctica el arte de escuchar, debemos mostrar interés por el otro, mirar a los ojos del hablante y abrir nuestro corazón a las preocupaciones del mundo.
Al practicar el don de escuchar, tenemos la oportunidad de llevar a su mundo real al individuo que necesita ser escuchado, con la esperanza de que recobre fuerzas para nuevas acciones frente a los desafíos de la vida. La escucha es una verdadera misión, ya que garantiza el retorno del hermano necesitado al diálogo con el otro, para ser escuchado. Por lo tanto, es en Jesús que debemos buscar una alternativa que responda a las exigencias de nuestro tiempo.
Dios nos ha dado el don de la escucha para que podamos ayudar al hermano que necesita nuestra escucha, iluminando el camino de su vida.
¡El Papa Francisco dice que “la escucha es muy importante, pero debe hacerse con la mente y el corazón abiertos, sin prejuicios, sin querer reemplazar a Dios creador, solo sabiendo escuchar las palabras del Señor, para construir la vida de los necesitados de la luz de lo alto!”
Los caminos para que practiquemos el don de la escucha realmente no son fáciles, sin embargo, con dedicación y humildad podemos perfeccionar nuestro oído para escuchar al otro. El resultado de este esfuerzo será más comprensión y más compasión entre los individuos. Cuando nos escuchamos, abrazamos una mayor comprensión y respetamos más las diferencias, en las que se encuentran las bellezas de la vida y un mundo mejor para vivir en armonía.
Por Glória Aparecida Pereira – CSJ/Formosa